¡Qué patético¡ ha sido ver celebrar con la euforia de un perro enfermo
de rabia, los goles germanos y las pifias españolas en la temida ronda
de penaltis que prosiguió al tiempo reglamentario en la Semifinal de la
Champion League que enfrentaba a Bayer de Munich y Real Madrid. A nadie
sorprendería mi estupor, sino dijera que soy culé, es decir, que animo
al Fútbol Club Barcelona en competiciones oficiales, hasta que el Málaga
ocupe la posición que le corresponde.
Yo puedo ser partidario de un determinado club de fútbol, deleitarme
con sus jugadas y desesperarme con sus errores, pero por encima de todo
soy español. Debo confesar que esta sensación nacionalista ha acudido a
mí recientemente de la mano de lo que llaman madurez, pero no por ello
carece de intensidad.
Los posicionamientos polares que parece estamos obligados a respetar
por encima de nuestras convicciones, no nos dejan ver un bosque de
opciones. Vivimos con la herencia de un mundo que crecía desaforadamente
basado en una premisa muy sencilla y eficaz: eres de los nuestros o no
lo eres.
En aras de la gobernabilidad nos sometimos a la férrea disciplina de los síes y noes, del soy y no soy, de los unos y los ceros. Mi padre siempre afirma que vivimos en un matrix , y
la verdad es que razones no le faltan. Además su proposición tiene la
ventaja de que es indemostrable en sentido favorable o adverso.
Diríase
que estamos encorsetados entre numerosas decisiones aritmético-lógicas
planteadas en forma disyuntiva dándonos la falsa y placentera sensación
de que controlamos en gran parte nuestras vidas. Se es del Madrid o del
Barça; de la izquierda o de la derecha; de los dominantes o los pasivos;
de los triunfadores o los perdedores; de los valientes o de los
cobardes;... Este modelo de toma de decisiones ha conducido
inexorablemente a una concentración del poder de la sociedad.
Obsérvese
sino el comportamiento de la política general española. Cualquier ley
desarrollada y expuesta en el Congreso de los Diputados será aceptada
sin discusión por el conjunto de los diputados que pertenezcan al
partido político emisor, y del mismo modo será rechazada de plano por
sus antagonistas. Eso es tanto como suponer que todo lo que diga el
partido de ideología opuesta al que perteneces es absurdo, y nos llevará
al caos. Análogamente todo lo que exprese tu partido será estupendo o
lo menos malo. Silencio para reflexionar. Es algo tan estúpido que
difícilmente sería cuestionable. Llegados a este punto el lector debería
preguntarse: “Bueno, entonces ¿por qué seguimos usando esta forma de
dirigir?”. Si alcanzado este párrafo usted no se ha hecho pregunta
alguna similar a la anterior tiene dos opciones: volver a leer el texto
detenidamente desde el principio; o dejar de leerlo inmediatamente para
no perder más tiempo. Este humilde servidor no es ajeno a la polaridad
de lo planteado en la frase anterior.
La respuesta es muy sencilla: a la mayoría de nosotros no nos gusta la zozobra en los acontecimientos venideros. Nos sentimos como mínimo incómodos ante la menor sombra de incertidumbre en nuestro futuro. El autor se confiesa aterrado ante cualquier elección que implique riesgo. Sin embargo, la historia nos enseña una y otra vez, que es durante las crisis cuando se pone en duda todo lo establecido y, por lo tanto, es el momento en el que aparece toda una paleta de soluciones para muchos de los problemas planteados. Si estas ideas nuevas no fueran acompañadas de las personas que creen fielmente en ellas, jamás habríamos avanzado en ninguna dirección. Dicho esto, ¿no ha llegado la hora de abandonar el modelo polarizado cuya utilidad está limitada a los confines de la estabilidad, para abrazar las nuevas revoluciones ideológicas?
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